10 razones para matar a mi suegra. Superwomen


Superwomen

En aquel momento deseé con todas mis fuerzas tener poderes, como en los cómics que leía Diego, y fulminarla con la mirada. Me imaginaba lanzándole rayos con los ojos y a ella cayendo al suelo, inerte. O mejor aún, que se mordiera la lengua y se envenenara. El mismo resultado y diferentes maneras: la cuestión era que muriera.
Hizo caso omiso a mi cara, que era una mezcla entre búho asustado y lobo hambriento, y se sentó en el sofá. Impaciente, con los brazos cruzados me soltó:
-          ¿Y la niña?
-          Está con mis padres.
-          ¡Siempre está con ellos! ¡Así no me va a querer nunca! – gritó mientras se echaba a llorar.
-          Adela, de verdad que tengo mucha prisa. – Conté hasta tres y contuve un bufido.
-          ¿Me estás echando?
-          Nos veremos el domingo, ¿no? – le pregunté para evitar la pelea que ya veía venir.
-          ¡Pero aún quedan muchos días! – Las palabras se escuchaban entre sollozos.
-          ¡Si ya estamos a miércoles! Vámonos ya que se nos echa la tarde.
Con gesto enfurruñado aceptó levantarse. La saqué corriendo de casa y con un beso en la mejilla me despedí, marchándome en dirección contraria. La tintorería se encontraba al final de la calle, justo por donde ella caminaba, pero preferí dar la vuelta y pasar a buscar a Claudia primero y dejar la tintorería para el final. Si tenía que aguantar algunos minutos más con Adela me pegaría un tiro. O se lo pegaría a ella.
La sonrisa de Claudia era el mejor recibimiento que podía esperar. Su abrazo cariñoso y el beso que plantó en mi mejilla hicieron que olvidara las horas anteriores. Deprisa y corriendo, despidiéndome brevemente de mi madre, recogí sus cosas y salimos por la puerta.
-          ¿Vendréis el domingo a comer?
-          Tenemos planes, mamá – le contesté al pie de las escaleras.
-          Ay, hija. Nunca nos vemos.
-          ¡Nos vemos cada tarde!
-          Sí, pero siempre vas con prisas.
-          Mamá, estoy muy liada. Ya vendremos el próximo domingo.
Aunque esté bajando las escaleras con los ojos puestos en los saltos que da Claudia para bajar los peldaños, siento la mirada de incomprensión de mi madre. Con el estómago encogido, salimos del portal de la mano y vamos cantando canciones de camino a casa, no sin antes pasar por la tintorería y recoger las camisas de Diego.
Son las diez y media y por fin puedo tumbarme en la cama. Claudia está en su cuarto, escuchando embelesada cómo su padre le lee su cuento preferido: El hobbit. Cada noche, antes de dormir disfrutan de ese momento, ya que Diego pasa poco tiempo en casa debido a su trabajo y yo puedo relajarme leyendo antes de dormir. Automáticamente cojo mi móvil y miro el grupo de mamás en el Whattsup: poco más de cincuenta mensajes. Las chicas han tenido una tarde tranquila. Es de agradecer.


-          ¡Hola, guapas! – saludo, deseando desahogarme.
-          ¡Hola!
-          ¿Qué tal, Mireia?
-          ¿Os he dicho alguna vez que odio a mi suegra?
-          Uyyyyyyyyy, ¡Tema suegras! – contesta Lucía, que le apasiona este tema. – A ver, cuenta, cuenta. ¿Qué ha hecho esta tarde?
-          Pues iba a salir de casa. Me había pasado a coger el resguardo de la tintorería que se me había olvidado. Y al abrir encuentro a mi suegra delante y entra en casa hasta el comedor. ¡Sin decir ni hola!
-          ¡Pero qué cara tiene!
-          ¡Qué fuerte!
-          Le digo: Adela, me tengo que ir a la tintorería a recoger las camisas de Diego. Y me suelta: ¿y por qué no se las lavas tú?
-          ¿Qué?????????????????
-          ¡Dios mío!
-          ¿En serio te ha dicho eso?
-          No me lo puedo creer.
-          Lo que leéis. No sabía si tirarle el jarrón a la cabeza o dejarla allí sola.
-          Lo primero.
-          Sin duda.
-          Y se venía a llevarse a Claudia. Sin avisar.
-          Yo alucino con tu suegra, nena.
-          Sabe que entre semana no se la puede llevar pero ella hace como si nada.
-          ¿Y Diego qué te ha dicho?
-          Aún no se lo he contado, pero me va a decir que no lo ha hecho con mala intención.
-          Sí, ya…
-          Pues yo se lo diría.
-          Yo también, pero no quiero pelearme.
-          ¿Y por qué le tienes que planchar las camisas?
-          Diego se las plancha, pero una vez al mes o así las llevamos a la tintorería para almidonarlas. Dice que es un gasto inútil y que lo puedo hacer en casa.
-          ¡Que lo haga ella!
-          No, porque para eso ya está su mujer.
-          Qué bien la conoces, Irene.
-          Pues claro, la mía es igual. Dice que si vamos estresadas es porque queremos trabajar. Si nos quedáramos en casa cuidando de nuestros maridos y nuestros hijos no iríamos todos los días corriendo.
-          Sí, lo que me faltaba. Y convertirnos en marujas.
-          Tú no te estreses que lo haces genial.
-          Eso
-          Sí.
-          Eres una súper mujer.
-          ¡Todas somos superwomen!
-          ¡Viva!
-          Chicas, os dejo que voy a dormir. ¡No habléis mucho!
-          ¡Que descanses!
-          ¡Hasta mañana!
Diego entra en la habitación y me planta un beso en la frente, coge su pijama y se empieza a cambiar. Quiero contarle lo que ha hecho su madre, pero no tengo ganas de discutir. Ya lo hacemos demasiado a menudo.
-          Estás muy callada.
-          He tenido un día duro – le contesto sin levantar la vista de mi e-book.
-          Ya me imagino.
-          Por cierto, tu madre se ha pasado por aquí.
-          Ah, ¿sí?
-          Venía a llevarse a Claudia. Sabe que no puede disponer de ella en cuanto se le antoje.
-          Ya se lo he dicho.
-          Pues parece que no lo entiende. ¿Y a qué no sabes lo que me ha dicho?
-          ¿El qué? – pregunta, resoplando.
-          ¡Que por qué no te planchaba yo las camisas!
-          Bueno, mujer. Ya sabes que es mayor y que en su época las cosas se hacían de otra manera.
-          Vamos, que no lo ha hecho con mala intención, ¿verdad?
-          ¡Pues claro que no! Te lo tomas todo muy en serio.
-          Ya, buenas noches – digo mientras dejo el e-book en la mesita y me tumbo.
-          ¿Te has enfadado?
-          No, sólo estoy cansada – miento.
-          Buenas noches, cielo – me susurra al oído al tiempo que apaga la luz.
Me abraza y noto cómo a los pocos segundos su respiración se va pausando. En breve estará dormido. Y yo aquí, desvelada por la rabia y pensando en mi suegra.

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